ISABEL
Es raro cómo uno se deja absorber por el cuerpo de un amor pasional. Va más allá del amor, más allá de la razón; y es curioso entrever el amor y la razón al mismo tiempo, como si tuviera algo que ver lo uno con lo otro. Uno solo piensa, y deja de razonar, en esa persona desde que se mete en tu cabeza. Notas cómo se te acelera el corazón, y de pronto sientes una obsesión por quererla, por tenerla entre tus brazos, amarrar tus piernas con las suyas, por envolver su piel con la tuya. Hasta que llega el punto en que te olvidas casi por completo de ti. Digo, 'casi', porque hay quienes podemos sobrevivir, hay quienes fuimos aprobados por la Selección Natural, hay quienes conservamos nuestro instinto de supervivencia; y es cuando empiezas a pensar en ti, en darte cuenta de lo bajo que, probablemente, estás llegando. Entonces cuando tu razonamiento empieza a prevalecer, a resurgir entre las cenizas, olvidas a fuerza de razón al amor. Te preocupas más por ti, quieres salir de esa cárcel. Haces ejercicio, comes bien, duermes tus horas, sales con tus amigos, estudias lo que te gusta, viajas, lees, ríes, amas a tu familia, ayudas a las personas, agradeces a todo el mundo, pides permiso y por favor, evitas discutir, te alejas de personas tóxicas, y pronto, muy pronto, estás bien contigo, otra vez. Pero... solo estás bien contigo. Aunque no lo crean, hay veces en que 'solo estar bien' no basta. Necesitas sentir placer. Somos humanos, y es instinto. Sentir placer y estar bien son dos cumbres parecidas pero tienen sus diferencias. Placer, para mí, es un estado de bienestar efímero, volátil, transitivo. Estar bien es un estado permanente del alma, quererte, conocerte. Por lo tanto, cuando estamos en busca del placer, del calor de otra piel, es cuando nuevamente, aparece el amor. Somos inherentes a él. Y si tienes suerte, encuentras a alguien que quiere darte lo mismo, y son felices y estas líneas terminan acá. Pero no es así de simple, sino, ¿cómo explican las trágicas historias de amor? Es un caso de diez, ¡Y eso! Las otras nueves personas que deseaban el amor son víctimas de algún aventurero. Pero en otras ocasiones, el aventurero se convierte en víctima. Es ahí cuando te das cuenta que has llegado, en verdad, más allá de los extremos conocidos, y es así como llego a pensar en ella: Isabel.
Cuando dejé de frecuentar los brazos de Deysi, Misha; deambulé como un alma en pena por el tiempo. Sintiendo el aire más denso y cansado. Andaba aburrido y sin la emoción de hacer algo que me sacara de la órbita de la comodidad. ¿Alguna vez han tenido a ese alguien que te desequilibra todo? Y tratas y tratas de volver a la normalidad, pero ella está ahí pinchándole a la quietud, impacientando la calma. Así era Deysi para mí. Su coquetería, su cuerpo, su forma de excitarme y enseñarme cuánto placer nos permite la perversión de dos mentes sexuales. Quise a Misha por la curiosidad de querer saber qué cosas había ideado para seducirme, como cuando ves el botón rojo y quieres saber qué pasa si lo aprietas, como cuando ves una cinta de 'no pasar' y quieres pasar, como cuando ves un letrero de 'peligro, mantener su distancia' y te quieres acercar. Y ahí estaba ella para decirme que no, sutilmente, con sus manos, con sus labios, con sus piernas, con su cuerpo, con su sexo; olvidándolo todo y recordando sus encantos.
Empecé a ir a reuniones literarias, me sentaba en una esquina a mirar callado, sin participar, procurando ser invisible. Entraba y salía sin decir nada. Caminaba por las calles con la mirada metida en un libro. Siempre pasaba rato en la Plaza de Armas, en las escaleras de la Catedral, y terminaba mi travesía en La Casa de la Literatura. Los eventos de poesía me atraían, y mi vida nuevamente se estaba llenando de letras. Pero cuando uno se siente más cómodo, es cuando empiezas a aburrirte. Sobre todo cuando estás acostumbrado al caos. Ahí entra ella, la protagonista de esta historia de amor.
Si pronuncian su nombre, Isabel; ¿qué les transmite? Suavidad, una caricia a tu paladar cuando lo pronuncias, un suave viento en tus oídos, las esponjitas de las patas de un cachorro. Pero no. Cuando pronuncias su nombre, Isabel, es como si te lamiera la lengua escamosa de un gatito el corazón. Te estremece hasta los huesos en lugar de darte tranquilidad. Pero por su puesto, eso yo no lo sabía cuando la conocí. Entre los recitales a los que asistía, vi de reojo a una chica de cabello rizado ponerse de pie, cogió su cámara entre sus manos, y tomó una fotografía. Supuse que había tomado la foto a cualquier parte que estaba en mi dirección, pero al rato se acercó y me mostró lo que había hecho. Me dijo, 'Parecías estar en otro mundo, solo quería saber si podía atrapar a tu imaginación.'. Me pareció interesante su punto de vista, y entablamos conversación hasta que el break se terminó. Los poemas de Benedetti se hicieron escuchar entre los emocionados asistentes, los ojos llenos de ilusión, los corazones excitados, los brazos escarapelados, el hilillo frío que recorre la espalda de los enamorados; pero en ningún momento ella volteó a verme otra vez. Imaginé que hubiese sido rico tener algo con ella, me gustaba su cintura. Al terminar, metí la mirada entre mi libro, e imaginé que si habría de pasar algo, debería esperar pacientemente; pero era una mentira, me estaba yendo, otra vez, sigilosamente, como un fantasma. Finalmente, me aburrí de mí mismo, me aburrí de mi paciencia, y sin pensarlo más me acerqué a ella y le dije: 'Creo que te he visto antes'. Esa tarde compartimos números, y quedamos en un día para poder salir.
El ir y venir de las mañanas mejoraron mis ánimos desde que empezamos a frecuentar las miradas por la tarde, frente a frente, separados por una mesa de algún restaurant. Ella con sus fotografías, yo con mis historias. Teníamos un amplio repertorio de conversación. Solía mostrarme sus mejores capturas de momentos extraños, y me explicaba el por qué se le ocurrió hacerlas. Yo le hablaba de las historias de amor que había leído y cantaba torpemente los poemas que me sabía, para disimular que las había olvidado. En un momento pensé que estaba alargando tontamente todo esto, que no es sano para ella ni para mí continuar con estas salidas, pero no quería dejar de verla sin antes tener algo más con ella, sentir el placer que podríamos gozar del sexo juntos. Porque si algo hay que decir al respecto, siempre me he preocupado porque ambos lo disfrutáramos. Un sábado por la tarde nos volvimos a ver, y conversamos como siempre. Busqué una excusa para invadir su espacio, e Isabel me dejó ver una galería secreta. La acompañé hasta su casa aquella vez. Llegamos tomados de la mano, conversando pretendiendo no advertir lo que hacíamos, y me despedí de ella con un beso en los labios. No nos dijimos nada ni nos miramos de otro modo, pero la puerta se había entre abierto para poder dar un paso adentro. Entre mis dudas, saqué mi libro y le confié el siguiente paso a él. 'La Tregua', de Mario Benedetti. Sin darme cuenta, iba perdiendo poco a poco la razón, se hacía todo un sentimiento.
Sin entrar en tanto detalle, sin contarles cuántas mariposas habían en mi barriga, si sentía volar o si oía los pajaritos cantar día y noche; sin mencionar que me hice ilusiones del futuro, que junté mi apellido con el suyo para saber cómo se llamarán nuestros hijos, que pensé en hacer historias y poemas de ella y para ella, o que si se quería casar conmigo; tuvimos sexo dos días después. Qué les puedo decir. Fue asombroso. Isabel es una mujer insaciable, dominante, creativa, sensual y divertida. Sin mencionar que es muy hermosa, y que fue culpa de ella que no pudiera aguantarme más si veo las expresiones en su rostro.
Varias veces terminamos con mis labios en su sexo, y otras veces, así iniciábamos. Descansábamos conversando de trivialidades, o de lo rico que había sido hace un minuto, de cuántas veces sintió un orgasmo, o revisando la cámara de video. Juntaba su cuerpo al mío, miraba su ojos, su sonrisa, su cabello hasta su hombros, el lunar en su cuello, el vientre plano y sus pronunciadas caderas. Morían mis manos en sus rodillas, y viajaban mis labios desde sus ojos hasta sus pies, haciendo paradas en su boca, en su cuello, desviándome hasta su oreja y mudándome hasta sus hombros. Lamía y besaba su espalda suavemente, y la ponía boca arriba para poder morder su ombligo. Poco a poco me perdía en sus muslos y en su depilada vulva, hasta que la oía decir al ritmo de aquella canción en el celular: 'Quiero que me trates... suavemente'. Irónico. Es ella quien me hace presión cuando la penetro, es ella quien me pide que la nalguee, es ella quien pretende ahorcarme, es ella quien me jala el cabello cuando está teniendo un orgasmo, es ella quien me rasguña el pecho pidiéndome más, y es de ella todo lo que inventamos en el sexo. ¿Y yo? Yo solo dejo que haga lo que quiera, y hago lo que me pida. Hay veces en que me pide que yo sea el que domina, que por un momento desea descansar. La primera vez que sucedió, la besé largamente en los labios, y le dije en susurros al oído, que antes de ella creía tener todas las respuestas, pero desde que la conocí siento que cada pregunta había cambiado; que lo más probable es que la ame con el corazón además que con la piel. Y me puse encima de ella y besé su frente. Ella me miró fijamente, acarició mi rostro, y dijo: 'Eso no cambia nada, seguiré yo quien te diga qué hacer. Así que... quiéreme.'.
La quise sin tregua alguna, y quién sabe si ella me quiso. Si sigue conmigo hasta entonces, ¿qué podría pensar? Yo la he cuidado y engreído. También he sido severo con ella y la he regañado. Peleamos y se jode nuestro día, pero antes de subirse al carro y decirnos adiós, me empuja con su cuerpo y me dice, 'baboso, dame un beso'. Ella se hace fría y se vuelve eterna con sus ojos y su sonrisa, y de pronto advertimos sin decirnos nada que somos el par de idiotas que se conocieron en un recital de Mario Benedetti.
Para Isabel, con cariño.


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