UNA NOCHE RECORDÉ


MI PRIMER AMOR


El día en que decidí trepar por las paredes de su casa y llegar hasta su ventana, recordé cuando la vi por primera vez, tres años atrás, cuando tenía quince años. Yo jugaba fútbol en la canchita de arena con dos piedras como arco y el gol era "arrastrón" o de "rodilla para abajo". Al terminar, cansados, con la apuesta de cada partido, comprábamos nuestra Coca-Cola bien heladita donde la Serranita. Nos sentábamos en una esquina y pasábamos largo rato conversando de cosas que ni recuerdo, hasta que llegó en una camioneta una chica de las cuales les narraré en poco lo que pasó. 

Era del mismo vuelo que yo, piel de miel y ojitos estirados. Delgada y de caderas formadas. Nos miramos de reojo y yo dije en aquel momento, no, por qué: me enamoré. Pasaron los días y averigüé su nombre, su edad, en qué colegio estudiaba y qué días venía, si se quedaba a dormir en esa casa y si tenía hermanos mayores, si sus papás vivían juntos y si se pensaban mudar por acá. A la semana de la mudanza ella empezó a salir, quién sabe si en busca de amigos, todo el barrio hablaban de los vecinos nuevos. La cosa que patitas no me faltaron para hacerle el habla y hasta me atrevería a decir que fui su primer amigo. Yo andaba muy interesado por ella y no guardaba vergüenza alguna. Todo el mundo sabía mis intenciones. 
Como todos los días, después de jugar al partido y mientras tomábamos nuestra gaseosita, en la noche, salíamos toda la promoción a jugar y la avenida se embadurnaba de la alegría de jóvenes. Nosotros en nuestra esquina y ellas jugando a la soga. Nos acercamos menos por curiosidad que por la mañosería de verlas saltar, y llegó el turno de ella. Saltó y clavé mi mirada en ella. No parpadeé, no respiré, dejó de latir mi corazón y la piel se me erizó. Verla saltar, con el cabello lacio hasta la cintura, un pantalón hasta dos palmos bajo la rodilla y un polito pegadito; me quedé en un marasmo de contemplación por ella. Sus pechos tiernos eran mi locura al verlos ir de arriba a abajo. Cuatro veces me declaré y las cuatro veces me rechazó. La primera me dijo que no, primero hay que conocernos. La segunda me dijo, no, me gustas pero todavía estoy en el colegio. La tercera me dijo no, que mi mami no me deja tener enamorado. La cuarta, y no la última, me dijo no, que para qué si hacíamos todos juntos, como enamorados. Y era cierto, conversábamos hasta bien pasada la noche, nos enviábamos mensajes de buenos días todos los días, íbamos juntos al colegio (un día le acompañaba yo y luego ella a mi), regresábamos juntos del colegio, nos tomábamos de la mano por cualquier motivo, siempre bailábamos juntos en los cumpleaños, si había de hacer pareja para cualquier cosa ella rechazaba las mil y una propuestas y me buscaba, y así, todo era juntos. Y yo le decía, es que yo no quiero tanto, mi reina, sino que quiero más. Ella me golpeaba la frente como siempre lo hacía cuando le gustaban mis cursilerías y me decía, tontito, por eso te quiero, y me daba un besito en la mejilla.
El día anterior al día en que decidí treparme por su pared nos dimos un beso en la boca. Fue casual, me lavo las manos. Era una noche como todas las noches en que conversábamos hasta tarde, sentados al costado uno de otro, yo la abrazaba por el hombro y ella por la cintura, como siempre su cabeza sobre mi hombro y nuestras manos libres estaban juntas, entrelazadas; cuando después de un largo silencio y las calles ya desiertas, me dijo, ya siento que te quiero. La miré, nos miramos, y fue el primer beso que nos dimos, un beso enserio, de enamorados, con amor, con pasión, con el entusiasmo de dos amantes. Ella metió su mano debajo de mi polo y la sentí fría y un hilito de gota seca sentí correr por mi vértebra; yo la abracé, la acerqué a mi, subí una mano por su cuerpo y me detuve en lo que era mi locura por ella. La luz de su casa se apagó y nos detuvimos. Ya me tengo que ir, me dijo. La luz era la señal de que ya tenía que pasar a dormir. Sí, mi reina, te quiero, le dije. Y yo a ti, respondió.
El día en que decidí treparme por su pared fue el día más angustioso de mi vida. Salí con el primer rayo de sol a comprar el pan y pasé por su casa, nada. Salí al mercado a comprar las cosas para el almuerzo y pasé por su casa, nada. Salí de mi casa uniformado y pasé a buscarla para ir al colegio juntos, nada. Fui a buscarla a la hora de salida del colegio y sus amigas me dijeron que ya se fue, nada. Pasé por su casa antes de ir a jugar al partido y después de jugar, nada. Esperé a que saliese a jugar con las chicas, nada. Todo el mundo entró a sus casas y yo me quedé afuera a esperarla para conversar como todas las noches, nada. No pude más, trepé por su pared, llegué a su ventana y entré con sigilo. No había nadie. Me escondí y esperé. Ella entró al ratito y prendió la luz. Yo me paré y nos vimos ahí, en silencio. Me acerqué, la agarré de la cintura y la suspendí en el aire; ella, movió los labios con la voz apagada, bájame, me dijo. Apoyó sus manos sobre mi hombro y yo la bajé lentamente, rodeando con mis brazos su cuerpo y ella mi cuello con los suyos. Salí a buscarte, me dijo en susurro. No podía más con este martirio, mi reina, le dije. Te amo, tontito, me respondió y me besó, nos besamos, nos echamos sobre su cama y está demás decir que le besé hasta el alma. Ella fue mi primer amor y mi primera mujer. Dormimos juntos después de hacer el amor y cerramos bien la puerta. Me desperté temprano, de madrugada, nos miramos y nos besamos largo rato. Repite conmigo, le dije, 
Yo no nací sino para quereros,
mi alma os a cortado a su medida,
por hábito del alma mismo os quiero...
Le recité el soneto completo y ella lo repitió con bastante esmero. Nos volvimos a amar y nos despedimos. Te amo, le dije. Te amo, me respondió, nunca te olvidaré. No entendí en ese momento por qué lo dijo, pero cuando la vi irse en la camioneta en que vino por primera vez, llorando no sé si de rabia por la ventana, nos vimos un momento al pasar por mi casa justo cuando salía, y le hice adiós con la mano y ella adiós con un beso volado. Hasta hoy no la he vuelto a ver, pero aún la recuerdo.

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