El otoño del patriarca
"Semejantes evocaciones de sus fastos de infamia no le torcían la conciencia en las noches del otoño, al contrario, le servían como fábulas ejemplares de lo que había debido ser y no era, sobre todo cuando Manuela Sánchez se esfumó en las sombras del eclipse y él quería sentirse otra vez en la flor de su barbarie para arrancarse la rabia de la burla que le cocinaba las tripas, se acostaba en la hamaca bajo los cascabeles del viento de los tamarindos a pensar en Manuela Sánchez con un rencor que le perturbaba el sueño mientras las fuerzas de la tierra, mar y aire la buscaban sin hallar rastros hasta en los confines ignotos de los desiertos de salitre, dónde carajo te has metido, se preguntaba, dónde carajo te piensas meter que no te alcance mi brazo para que sepas quién es el que manda, el sombrero en el pecho le temblaba con los ímpetus del corazón, se quedaba extasiado de cólera sin hacerle caso a la insistencia de su madre que trataba de averiguar por qué no hablas desde la tarde del eclipse, por qué miras para adentro, pero él no contestaba, se fue, mierda madre, arrastraba sus patas de huérfano desangrándose a gotas de hiel con el orgullo herido por la amargura irredimible de que estas vainas me pasan por lo pendejo que me he vuelto, por no ser ya el árbitro de mi destino como lo era antes, por haber entrado en la casa de una guaricha con el permiso de su madre y no como había entrado en la hacienda fresca y callada de Francisca Linero en la vereda de los Santos Higuerones cuando todavía era él en persona y no Patricio Aragonés quien mostraba la cara visible del poder, había entrado sin siquiera tocar las aldabas de acuerdo con el gusto de su voluntad al compás de los dobles de las once en el reloj de péndulo y yo sentí el metal de la espuela de oro desde la terraza del patio y comprendí que aquellos pasos de mano de pilón con tanta autoridad en los ladrillos del piso no podían ser otros que los suyos, lo presentí de cuerpo entero antes de verlo aparecer en el vano de la puerta de la terraza interior donde el alcaraván cantaba las once entre los geranios de oro, cantaba el turpial aturdido por la acetona fragante de los racimos de guineo colgados en el alar, se solazaba la luz del aciago martes de agosto entre las hojas nuevas de los platanales del patio y el cuerpo del venado joven que mi marido Poncio Daza había cazado al amanecer y lo puso a desangrar colgado por las patas junto a los racimos de guineo atigrados por la miel interior, lo vi más grande y sombrío que en un sueño con las botas sucias de barro y la chaqueta de caqui ensopada de sudor y sin armas en la correa pero amparado por la sombra del indio descalzo que permaneció inmóvil detrás de él con la mano apoyada en la cacha del machete, vi los ojos ineludibles, la mano de doncella dormida que arrancó un guineo del racimo más cercano y se lo comió de ansiedad y luego se comió otro y otro más, masticándolos de ansiedad con un ruido de pantano de toda la boca sin apartar la vista de la provocativa Francisca Linero que lo miraba sin saber qué hacer con su pudor de recién casada porque él había venido a darle gusto a su voluntad y no había otro poder mayor que el suyo para impedirlo apenas si sentí la respiración de miedo de mi marido que se sentó a mi lado y ambos permanecimos inmóviles con las manos cogidas y los dos corazones de tarjeta postal asustados al unísono bajo la mirada tenaz del anciano insondable que seguía a dos pasos de la puerta comiéndose un guineo después del otro y tirando las cáscaras en el patio por encima del hombro sin haber pestañeado ni una vez desde que empezó a mirarme, y solo cuando acabó de comerse el racimo entero y quedó el vástago pelado junto al venado muerto le hizo una señal al indio descalzo y le ordenó a Poncio Daza que se fuera un momento con mi compadre el del machete que tiene que arreglar un negocio contigo, y aunque yo estaba agonizando de miedo conservaba bastante lucidez para darme cuenta de que mi único recurso de salvación era dejar que él hiciera conmigo todo lo que quiso sobre el mesón de comer, más aún, lo ayudé a encontrarme entre los encajes de los pollerines después de que me dejó sin resuello con su olor de amoníaco y me desgarró las bragas de un zarpazo y me buscaba con los dedos por donde no era mientras yo pensaba aturdida Santísimo Sacramento qué vergüenza, qué mala suerte, porque aquella mañana no había tenido tiempo de lavarme por estar pendiente del venado, así que él hizo por fin su voluntad al cabo de tantos meses de asedio, pero lo hizo de prisa y mal, como si hubiera sido más viejo de lo que era, o mucho más joven, cumplió con su deber como mejor pudo y se soltó a llorar con unas lágrimas de orín caliente de huérfano grande y solo, llorando con una aflicción tan honda que no solo sentí lástima por él sino por todos los hombres del mundo y empecé a rascarle la cabeza con la yema de los dedos y a consolarlo con que no era para tanto general, la vida es larga, mientras el hombre del machete se llevó a Poncio Daza al interior de los platanales y lo hizo tasajo en rebanadas tan finas que fue imposible componer el cuerpo disperso por los marranos, pobre hombre, pero no había otro remedio, dijo él, porque iba a ser un enemigo mortal para toda la vida. Eran imágenes de su poder que le llegaban desde muy lejos y le exacerbaban la amargura de cuánto le habían aguado la salmuera de su poder si ni siquiera le servía para conjurar los maleficios de un eclipse, lo estremecía un hilo de bilis negra en la mesa de dominó ante el dominio helado del general Rodrigo de Aguilar que era el único hombre de armas a quien había confiado la vida desde que el ácido úrico le cristalizó las coyunturas de ángel del machete, y sin embargo se preguntaba si tanta confianza y tanta autoridad delegadas en una sola persona no habrían sido la causa de su desventura, si no era mi compadre de toda la vida quien lo había vuelto buey por tratar de quitarle la pelabre natural de caudillo de vereda para convertirlo en un inválido de palacio incapaz de concebir una orden que no estuviera cumplida de antemano, por el invento malsano de mostrar en público una cara que no era la suya cuando el indio descalzo de los buenos tiempos se bastaba y se sobraba solo para abrir una trocha a machetazos a través de las muchedumbres de la gente gritando apártense cabrones que aquí viene el que manda sin poder distinguir en aquel matorral de ovaciones quiénes eran los buenos patriotas de la patria y quiénes eran los matreros porque todavía no habíamos descubierto que los más tenebrosos eran los que más gritaban que viva el macho, carajo, que viva el general, y en cambio ahora no le alcanzaba la autoridad de sus armas para encontrar a la reina de mala muerte que había burlado el cerco infranqueable de sus apetitos seniles, carajo, tiró las fichas por los suelos, dejaba las partidas a medias sin motivo visible deprimido por la revelación instantánea de que todo acababa por encontrar su lugar en el mundo, todo menos él, consciente por primera vez de la camisa ensopada de sudor a una hora tan temprana, consciente del hedor de carroña que subía con los vapores del mar y del dulce silbido de flauta de la potra torcida por la humedad del calor, es el bochorno, se dijo sin convicción, tratando de descifrar desde la ventana el raro estado de la luz de la ciudad inmóvil cuyos únicos seres vivos parecían ser las bandadas de gallinazos que huían despavoridas de las cornisas del hospital de pobre y el ciego de la Plaza de Armas que presintió al anciano trémulo en la ventana de la casa civil y le hizo una señal apremiante con el báculo y le gritaba algo que él no logró entender y que interpretó como un signo más en aquel sentimiento opresivo de que algo estaba a punto de ocurrir, y sin embargo se repitió que no por segunda vez al final del largo lunes de desaliento, es el bochorno, se dijo, y se durmió al instante, arrullado por los rasguños de la llovizna en los vidrios de bruma de los filtros de duermevela, pero de pronto despertó asustado, quién vive, gritó, era su propio corazón oprimido por el silencio raro de los gallos al amanecer, sintió que el barco del universo había llegado a un puerto mientras él dormía, flotaba en un caldo de vapor, los animales de la tierra y del cielo que tenían la facultad de vislumbrar la muerte más allá de los presagios torpes y las ciencias mejor fundadas de los hombres estaban mudos de terror, se acabó el aire, el tiempo cambiaba de rumbo, y él sintió al incorporarse que el corazón se le hinchaba a cada paso y se le reventaban los tímpanos y una materia hirviente se le escurrió por las narices, es la muerte, pensó, con la guerrera empapada de sangre, antes de tomar conciencia de que no mi general, era el ciclón, el más devastador de cuantos fragmentaron en un reguero de islas dispersas el antiguo reino compacto del Caribe, una catástrofe tan sigilosa que sólo él la había detectado con su instinto premonitorio mucho antes de que empezara el pánico de los perros y las gallinas, y tan intempestiva que en el desorden de oficiales aterrorizados que me vinieron con la novedad de que ahora sí fue cierto mi general, a este país se lo llevó el carajo, pero él ordenó que afirmaran puertas y ventanas con cuadernas de altura, amarraran a los centinelas en los corredores, enceraron las gallinas y las vacas en las oficinas del primer piso, clavaron cada cosa en su lugar desde la Plaza de Armas hasta el último lindero d su aterrorizado reino de pesadumbre, la patria entera quedó anclada en su sitio con la orden inapelable de que al primero síntoma de pánico disparen dos veces al aire y a la tercera tiren a matar, y sin embargo nada resistió al paso de la tremenda cuchilla de vientos giratorios que cortó de un tajo limpio los portones de acero blindado de la entrada principal y se llevó mis vacas por los aires, pero él no se dio cuenta en el hechizo del imparto de dónde vino aquel estruendo de lluvias horizontales que dispersaban en su ámbito una granizada volcánica de escombros de balcones y bestias de las selvas del fondo del mar, ni tuvo bastante lucidez para pensar en las proporciones tremendas del cataclismo sino que andaba en medio del diluvio preguntándose con el sabor de almizcle del rencor dónde estarás Manuela Sánchez de mi mala saliva, carajo, dónde te habrás metido que no te alcance este desastre de mi venganza. En la rebalsa de placidez que sucedió al huracán se encontró solo con sus ayudantes más próximos navegando en una barcaza de remos en la sopa de la cochera remando sin tropiezos por entre los cabos de las palmeras en la laguna muerta de la catedral y él volvió a padecer por un instante el destello clarividente de que no había sido nunca ni sería nunca el dueño de todo su poder, siguió mortificado por el relente de aquella certidumbre amarga mientras la barcaza tropezaba con espacios de densidad distinta según los cambios de color de la luz de los vitrales en la fronda de oro macizo y los racimos de esmeraldas del altar mayor y las losas funerarias de virreyes enterrados vivos y arzobispos muertos de desencanto y el promontorio de granito de mausoleo vacío del almirante de la mar océana con el perfil de las tres carabelas que él había hecho construir por si quería que sus huesos reposaran entre nosotros, salimos por el canal de presbiterio hacia un patio interior convertido en un acuario luminoso en cuyo fondo de azulejos erraban los cardúmenes de mojarras entre las varas de nardos y los girasoles, surcamos los causes tenebrosos de la clausura del convento de las vizcaínas, vimos las celdas abandonadas, vimos el clavicordio a la deriva en la alberca íntima de refectorio a la comunidad completa de vírgenes ahogadas en sus puestos de comer frente a la larga mesa servida, y vio al salir por los balcones el extenso espacio lacustre bajo el cielo que era cierta la novedad mi general de que este desastre había ocurrido en el mndo entero solo para librarme del tormento de Manuela Sánchez, carajo, qué bárbaros que son los métodos de Dios comparados con los nuestros, pensaba complacido, contemplando la ciénaga turbioa donde había estado la ciudad y en cuya superficie sin límites flotaba todo un mundo de gallinas ahogadas y sobresalían sino las torres de la catedral, el foco del faro, las terrazas de sol de las mansiones de cal y canto del barrio de los virreyes,..."
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