Octubre, viejita linda, es octubre.

Como que a veces pierdo el rumbo. Como ahora, por ejemplo: ya no recuerdo qué iba a escribir. Jajaja, no hay remedio. 
Había pensando en escribirle cartas otra vez. Hacerle la propuesta de escribirnos otra vez aunque no fuera con la temática anterior, sino escribirnos cosas de nuestras vidas diarias o pensamientos que nos asalten de repente y queramos compartirnos. ¿Será saludable eso? Cuando estás enamorado ya nada es saludable, después de un rompimiento, me refiero. 
Ya no sé nada de ella. Ya he dejado de averiguar las cosas que hace. Ya no la pienso como antes, si acaso también no la quisiera como antes, quizá sería todo mejor. Antes iba a su instituto a espiarla, jajaja, más divertido que nunca en mis escondites ideales para que no me viera. Imaginaba que yo era aquel prócer del amor, Florentino Ariza, de El amor en los tiempos del cólera, cuando iba al parque de siempre con el libro de siempre a la hora de siempre a sentarse bajo el árbol de siempre para ver pasar a la niña que, a pesar de la cantidad de amantes que tuvo él después, habría de amar por siempre. Ya he dejado de ir. No voy a ir otra vez. Pero de todo eso, tengo bonitos recuerdos con ella. Buenos, muy buenos recuerdos. Ya todo está mejor ahora, ya no nos odiamos... O bueno, no sé si alguna vez nos odiamos de verdad. Entonces, mejor dicho, ya no nos tratamos mal. Lo que hubiese dado por ser yo su único y verdadero amor...
Yo me escapé de casa a los 17 años. Me escapé pero de forma legal, es decir, le dije a mi familia que me iría. Ella, mi madre, me preguntó la razón por la que quería hacerlo, y yo le contesté de la única forma simplista y precisa que me liberaba de toda pesada explicación: Porque quiero. Mi madre no me detuvo, 'Eres libre', me dijo. Así, pues, el 03 de enero de 2011 salí de casa con 50 soles en el bolsillo con dirección a un nuevo lugar en donde no tenía más que dos amigos y tías y primos que nunca me cayeron del todo bien, ignorando todo lo que "tenía" en la tierra que me vio nacer y crecer. No me despedí de nadie, solo de mi madre y mi hermana, y de un antiguo e ingrato amor que solo me dijo 'buena suerte' y me dio un beso rápido y volado porque tenía que ir a comprar huevos en la tienda. 'Conchatumare, ojalá te hubiese dado huevo antes, pendeja.', pensé.
Llegué a Lima con dos polos, un short, un jean azul, una chompa y una frazada que era antes de mi difunto padre, un par de calzoncillos también, y medias de distintos colores, pues en la emoción de irme no me fijé muy bien qué llevaba, solo tenía que llevar aquello que era mío y nada más que mío, que me haya costado a mí y que nadie me lo haya regalado o dado el dinero para comprarme algo, solo aquello que había costado mi esfuerzo: era mi orgullo el que me decía que, José, haz esto con tus propios medios. No tuve miedo, no hubo duda después, no me arrepentí si quiera en los momentos más críticos, ni pedí ayuda, porque eso significaría que había fracasado, que no servía para la vida, que era un ser humano más como los manganzones de mi barrio, que no había valido la pena tanto esfuerzo; y carajo, si hay algo que odio más, es perder.
Me fui de Trujillo, mi hermosa tierra primaveral, porque había dejado de pertenecer a ese lugar desde hace mucho tiempo. Ya no tenía amigos, o quizá los tenía, pero mi adolescencia me volvió más huraño, apático y prejuicioso, muy directo con las palabras y de humor negro, y eso hizo que abandonara todo e ir a buscar un nuevo comienzo.
Francamente en la Lima gris encontré lo que buscaba. 
Ni bien llegué puse a andar el plan que había diseñado. Emprendí rumbo a la casa de mi tía, la única en la que confiaba de entre todas las víboras, y le pedí asilo. Me dijo que no, que no había espacio porque su casa era pequeña, pero que podía darme el terreno que estaba en Jicamarca para que viviese ahí. Conocía el lugar. 'Carajo, el culo del mundo', dije. Mi tía rió de mi sinceridad, me celebró y repitió lo mismo afirmativamente. Acepté, no había de otra. Después fui a ver a un viejo amigo, le pedí trabajo y me lo dio. Bien, pensaba, ya tengo casa y trabajo. Fui a casa y tomé un papel y un lápiz y en un desenfreno de planeaciones y estrategias y delirios de ganador planteé todo lo que había de hacer en la semana para cambiarme de casa a una más cercana a mi trabajo. Me levantaría a las 6 y 30 para ir a trabajar, pues tomaba 2 horas llegar de Jicamarca a Independencia. No tenía despertador ni celular, por tanto tenía que dormir con un ojo abierto para ver la luz del día. Llegaba a trabajar, me hacía conocido, me daban comida y salía de trabajar a las 10 de la noche. Compraba algo para la cena y tomaba el carro para regresar a casa, llegaba a la 1 de la madrugada pues no era uno sino dos los carros que tenía que tomar para llegar a casa. Dormía lo que quedaba de tiempo e iba a trabajar de nuevo. La rutina la llevé así por dos semanas, cuando escatimando hasta lo inescatimable, ahorré lo suficiente para alquilar un cuarto. Lo alquilé. Bien, ya tenía un cuarto. Obviamente, el cuarto era vacío. No tenía colchón. Tendí un par de ropas y mi sábana y dormí así hasta comprarme el colchón, pero ya dormía más tiempo y llegaba menos agotado. Le comenté a mi amigo y éste me ayudó con el colchón. Así que gracias a mi amigo tuve un colchón de 50 soles, pero así haya sido con basura dentro, mi amigo me ayudó y eso me hizo quererlo y valorarlo. Aprendía, por fin, el significado de la amistad, la complicidad de lo que deseas y tus necesidades. Aprendía a administrarme y a clasificar lo realmente necesario de lo que era solamente necesario. Aprendía a ser responsable en mis pagos y a hacerme un buen cliente. Aprendía a trabajar y a conseguir con sudor y sacrificio lo que quería. Aprendía que mi familia era necesaria en mi vida pero que era necesario antes entender lo que ellos hacían para mantener de pie una casa con seres queridos a los que proteger. Aprendía, y lo más importante, a valerme y sobrevivir por mis propios medios.
Después de tener lo principal, un cuarto, una cama, colchón y comida, me compré una radio pequeña. Mientras comía mi cena escuchaba mi radio, sentado sobre mi cama. A veces salía e iba al internet y me distraía. Conocía chicas de la zona a la vez. Poco a poco la tormenta se iba calmando y ya disfrutaba más de mis días. Ahora ya tomaba mis días libres. Esos días salía a conocer Lima. Caminaba por sus calles del centro y me perdía entre la gente y me sentaba en los parques y pensaba y pensaba. Pasé de casualidad por una librería, recordé los libros de Jaime Bayly, Los últimos días de la prensa, La noche es virgen, Y de repente un ángel, El cojo y el loco, Yo amo a mi mami, La mujer de mi hermano, Aquí no hay poesía, Morirás mañana, Fue ayer y no me acuerdo, y un par más que no se me vienen a la mente, y entonces se me dio por revivir aquella antigua pasión por las buenas historias. Compré Travesuras de la niña mala, de Mario Vargas Llosa. Aquel libro me fascinó, me llevó a un universo paralelo y quimérico y dejó que me inmiscuyera en la vida ficticia de otro humano irreal como yo y me miraba en aquel espejo tan diferente, tan sin igual, que no solo lo leí una vez, si no varias veces; y fue porque no entendía cómo un hombre podía experimentar el amor de esa forma. Me dio curiosidad, me dio ganas de vivirlo aunque sea solo para experimentar aquel fuego que quema y te consume pero no te mata si no que hace que te mates o sientas unas enormes ganas de morirte feliz. Después quise leer más libros de Mario Vargas Llosa, pero no me cautivaron tanto, y dejé de leerlo. Busqué otros autores, pero ya no me llevaban por el camino de antes. 
Y esas eran mis noches, leer, comer, escuchar radio y dormir. Los fines de semana salía de noche a conocer discotecas de Lima con unos amigos. Conocía mujeres, salíamos juntos, teníamos sexo y adiós, buenas noches, hasta otra oportunidad. Una que otra me grabé su número en el celular que ya tenía y nos veíamos en ocasiones y salíamos, comíamos y después de conversar un rato, íbamos a un hotel. 'Tiene que bajar un poco antes, pues, flaquito', me decía Eva, la chica de piernas largas y grandes tetas. Ah, joder, ya la recordé. Si no hubiese perdido mi celular no la hubiese perdido de vista. Eva no era su nombre, y Javier tampoco era el mío. Ambos sabíamos lo que hacíamos. Lo único que supe de ella era que era mamá de un niño de dos años, convivía con su padre que era un borracho del carajo y que trabajaba como mesera y asistente personal con trabajitos extras del cheff de un hotel cinco estrellas que nunca conocí, aunque sospechaba que era mentira, solo para que se sintiera mejor, tal vez. 'Lo bueno es que contigo se puede conversar de cualquier cosa, Javito, y no me juzgas; y no sé de dónde sacas fuerzas con ese cuerpo, pero tiras rico', solía decir. No fue la única, mi amiga Eva, pero es la que más recuerdo. ¿Qué será de ella?
Una vez, en el terrible intento de comprarme ropa, pues nunca fui bueno para eso, fui a una tienda de Gamarra, una un tanto pequeña pero acojedora. Conocí a una vendedora que ofrecía una promoción única y exclusivamente para los clientes que aceptaban entrar al almacén sin preguntar. Pensé que sería para mostrar más mercadería, y pensaba también, mientras le miraba ese culito redondito, que para coger, pero fue lo último lo que ella quería, y lo hicimos un par de veces, con besos y chupadas, ¡qué genial fue! Supongo que la descubrieron, pues cuando volví a ir de shopping ya no la encontré. De todos modos, fue una de las experiencias sexuales más interesantes que tuve, sin contar la chica de la Plaza Universitaria. Quizá otro día escriba sobre ella.
Seis, ocho meses viví a mi antojo, conociendo esto y aquello, un poquito de aquel y otro de esto. Y luego una mañana desperté con la súbita idea de ¡Qué carajos estás haciendo con tu vida! No pensarás ser un triste vendedor de muebles toda tu vida... ¡Estudia algo! Y así fue, habiéndome probado a mí mismo y a mi familia que podía sobrevivir solo, que me dispuse a estudiar una carrera, una carrera que me sirviera solo para comer, escuchar música, leer, dormir y cagar tranquilo. Literatura, mi primera opción. No necesitaba riquezas, solo cosas simples. Era un bohemio de 18 años a punto de cumplir que solo necesitaba cosas simples para vivir. Hasta el momento seguía teniendo la ropa con que había llegado y un par de polos y pantalones que había comprado las dos veces que había ido de shopping y una cantidad enorme de libros que había devorado en mi cómoda soledad. En ese entonces, el sexo como ritual de amor y la simpleza que había adquirido había sido influenciada por otro gran y respetado escritor, Gabriel García Márquez, con El otoño del patriarca, Crónicas de una muerte anunciada, Doce cuentos peregrinos, El coronel no tiene quien lo escriba, La hojarasca, Ojos de perro azul, otras tantas más, y las dos cumbres del amor mágico y el real, Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera, respectivamente. En Cien años de soledad, aprendía mucho, como el amor puro y cómplice en la crudeza de la pobreza, claro ejemplo, Petra Cotes y Aureliano Segundp; el amor en el desenfreno del destino, Aureliano y Amaranta Úrsula. En El amor en los tiempos del cólera, Florentino Ariza y Fermina Daza... Un amor que se consumió por fin en el casi final de sus vidas. 
Sin embargo, la Literatura habría de esperar, pues pensé que, después de aprender y conocer la pobreza en mis libros, que tendría que asegurar antes la vida de mis seres queridos, y opté por la ingeniería. No era malo en matemáticas y ciencias, en el colegio fui uno de los mejores aunque nunca en secundaria acepté un distintivo, quería ser un alumno normal. Del más inteligente siempre esperan lo mejor, aplauden sus logros y hasta algunos los envidian, pero cuando se equivoca, un mínimo error, todos lo señalan, hablan a sus espaldas, se burlan... No, nunca me gustó eso. Llamé a mi familia, les comuniqué mi decisión y les pedí ayuda. Ellos celebraron mi decisión y aceptaron ayudarme.
Bueno, para acortar la historia, para no mencionar ahora a Stephanie sino en otro momento en que me ponga a escribir; hoy curso una carrera de Ingeniería Electrónica y voy en el cuarto ciclo, vivo en otro cuarto alquilado pero más bonito y sigo viviendo solo, tengo más cosas de lo que antes tenía y mis libros siguen allí, aún los conservo. Ya no suelo ir a discotecas, pues le he agarrado una intolerancia descomunal al ruído en exceso, no fumo ni bebo y tengo sexo con una que otra amiga que conozco por ahí, aunque, a decir verdad, la última vez que tuve sexo con alguien fue ya hace mucho tiempo, pues el recuerdo de un amor efímero aún lo llevo sobre la piel, y me es imposible olvidarlo. Sí, me enamoré. Me enamoré de una mujer que ya estaba preparada para ser mamá, era como un instinto que había desarrollado, y eso era lo más importante para mí, porque mi sentido de protección me decía que estaba preparado para ser papá, porque cuando un hombre desarrolla eso en su pareja ya está listo para eso; pero obviamente eso tanto para ella como para mí, tenía que esperar el momento adecuado, que acábaramos nuestras carreras universitarias, tal vez. La amaba con todo el corazón pues era el primer amor que tuve, y la quise como solo se sabe amar en los libros de amor, la quise amándola ciegamente. Aún la amo a pesar que ya no estamos juntos, aunque nuestros orgullos nos impidan querernos libremente, aunque nuestros miedos hayan podido más, aunque nuestro pasado haya podido más, aunque nos dejáramos vencer por la oposición de terceros a nuestra relación. Pero sé que me recuerda, la hice feliz, de eso estoy seguro. Le regalé un cachorro que la hicimos nuestra hija y bautizamos juntos como Pinina Princesa Valverde Castillo, con nuestros apellidos, y ya somos abuelos. 
Está claro que no supe manejar la situación, pero sé, estoy seguro, que si hay una segunda oportunidad, lo vamos a hacer mejor, pues he diseñado un plan que no puede fallar, uno que asegurará nuestra vida juntos, una en la que le dé las buenas noches con un beso en la frente y el roce de mis dedos en su rostro y sus brazos abrazándome, viejitos los dos. Porque si nuestro destino era estar juntos, así será. No obstante, si no es por causa del destino propio, un destino que nosotros deseemos, un destino obligado por los dos únicamente por las ganas de vivir juntos, mi morena y yo, su panetón. 
Vieja, ¿leerás esto alguna vez? ¿Terminarás esto y sonreirás porque no te he olvidado aún, así como tú a mí? Te amo con todo el alma, viejita hermosa. Ya pronto, si así lo deseamos, estaremos juntos, tú y yo, juntos contra el mundo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

ISABEL

CREO QUE YA TE FUISTE, Y NO ME AVISARÁS

CONVERSACIONES