LOS PECES DORADOS

Estaba recostado en mi bote en medio del mar azul, con mi caña de pescar y una taza de café caliente a mi costado, un libro de esos que te desconectan del mundo, y se ocultaba a lo lejos el sol anaranjado del atardecer. De pronto la caña empezó a sacudir, me levanté para mirar el agua: un cardumen de peces dorados nadaban hacia el sol, y de pura suerte uno picó el anzuelo. Era fuerte, intentaba liberarse con ferocidad, y yo no iba a permitir que se me escapara. Había estado esperando esto desde hace mucho tiempo, todos los días lo anhelaba en medio de mis historias, y por fin había sucedido. Jalé con fuerza, maniobré como nunca lo hice, y pronto la tuve fuera del agua, la vi sacudirse en el aire, las gotas de agua al rededor, y la brillantez de sus escamas con la vieja luz del sol. Según había leído en los viejos libros de la biblioteca, estos peces pueden vivir fuera del mar, pero solo si encontraban a alguien que los amara de verdad. La observé por largo rato, su magnificencia, su belleza, su altivez y el orgullo de su linaje; y la atraje junto a mí. El pez se sacudía, se resistía, no confiaba en mí, pero pronto la tomé entre mis brazos, apoyé mi rostro sobre su cabeza, y le dije con voz susurrante, tranquila, tranquila, todo va a estar bien. Como un hechizo, dejó de moverse, y nada más se escuchaba al rededor, nada diferente al golpe del agua sobre el bote, y en los oídos de cada uno, el latir unísono de nuestros corazones. En los libros de la biblioteca, si bien se había comprobado la existencia de estos peces, no se había registrado nunca la existencia de ellos fuera del mar, y aquellos que alguna vez fueron pescados, se morían después de unos minutos, pues ningún hombre los había amado de verdad, solo por vanidad. En los libros de la biblioteca, también, se anota que estos peces se vuelven polvo después de morir, y por eso nadie nunca pudo estudiarlos y obtener más datos. Puse al pez dorado frente a mí cuando la supe calmada, y una luz verde azulado cubrió su cuerpo por completo, poco a poco empezó a tomar forma, y más maravillado que espantado, la vi frente a mí al final de su transformación, y no pude pensar más cosas ese instante, porque de inmediato quedé petrificado: se hizo mujer. Era muy simple de formas: el cabello alborotado, los ojos pequeños, la boca grande, su cuerpo pequeño, una frente enorme, y su piel morena. El sol anaranjado estaba ocultándose, el cielo estaba del mismo color, y el mar se tornaba más oscura por la noche que se avecinaba, pero ella no dejaba de mirar al rededor, de mirarme como perdida, y de pronto la escuché decir, no veo nada. Reaccioné casi por inercia, aún no salía de mi perplejidad, y busqué en mi mochila, entre mis cosas y mi basura, unos lentes que siempre quise pero nunca usé, y se los di. Ahora sí veo, dijo sonriendo. Volvió a mirarme, movió su cabeza como los loros lo hacen al mirarte, y preguntó, ¿qué tanto me miras? No sabía qué decirle, no sabía si lanzarme al agua y huir nadando a la costa más cercana, no sabía qué iba a pasar, pero dejé de pensarlo muchas veces y solo le dije lo que dije, eres la perfecta combinación de lo feo y lo horroroso. Se rió. Se lanzó sobre mí y me dio un beso largo. Estúpido, me dijo mientras se reía. Me abrazó, me tomó de la mano, y me conversó de las muchas cosas que había conocido en el mar, tuvo tanta confianza como si nos conociéramos desde muchos años atrás, y al mismo tiempo me dejé entre ver el interior, le conté de todo y sin pudor, y ambos nos quisimos hasta perder la razón. La noche iba cayendo, el sol ya se había ocultado, y el cielo iba olvidando su color anaranjado para volverse oscura y llena de estrellas. Abrazados ambos en ese bote, juntos en medio de ese mar, las estrellas y la brisa en nuestros cuerpos, nos amamos sin medidas, con mucha pasión. Exploró ella mi bote, lo miró curiosa con ganas de descubrir lo que yo ignoraba, y vio sin más remedio, unas flores que le gustaba desde su infancia, unas azucenas. Me contó maravillas de ella, cosas inimaginables, cosas que algún día yo habría de plasmarlas en el libro que le prometí que escribiría, y así he de hacerlo antes de morir. Soñamos juntos, planeamos nuestro futuro juntos, nos prometimos siempre estar juntos, y todo lo que los enamorados se dicen y hacen cuando se descubren así mismos; pero esa misma noche la dejé ir de nuevo al mar, esa misma noche así sin más se fue. Me hubiese gustado ir con ella, o que ella se quedara; pero las cosas no se dieron. Quizá se pregunten por qué, qué pasó, eso es otro cuento. En realidad mi única meta de este escrito es que sepan la existencia de esos peces dorados, y de la capacidad de ellos de vivir fuera del mar si los amas de verdad, su transformación, lo felices que pueden llegar a ser con ellos, y que si no estás dispuesto a luchar por ellos, los perderás. ¿Hay alguna posibilidad de que vuelvan si se lanzan al mar otra vez?¡¿Quién lo sabe?! Aún no tengo registro alguno de que eso haya sucedido. Tienes que estar atento al cardumen de debajo de tu bote, que así no más no pican el anzuelo. Lo mio fue suerte, un portal para ella o para mí para conocer esa otra dimensión que juntos abrimos. Yo aún la espero, quiero volver a verla, pero solo a ella, a esa chica de escamas doradas y piel morena, para decirle de nuevo al oído en sus momentos de desesperación que, tranquila, tranquila, todo va a estar bien. Esta vez no daré ningún paso atrás, esta vez no me rendiré por nada en el mundo, y si he de morir en la lucha, cuando me entierren sabrán que nunca huí del enemigo, pues no encontrarán cicatriz alguna en mi espalda.  Solo esperaré a que llegue el día, o no llegue nunca.



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