MICAELA

Era ya casi año y medio que no la veía. La conocí en la Biblioteca Nacional que está por la avenida Abancay, cuando me dedicaba solo a estudiar. Estaba sentado yo, como de costumbre, en la misma mesa de la tercera fila de la segunda columna de espaldas a la entrada, en el mismo lugar y con el mismo gorro. De pronto ella se sentó frente a mí, me miró por un rato, qué se yo, y de la nada puso su cuaderno sobre el mío y me dijo: “Te he visto resolver ejercicios de este tipo. Ayúdame, please.” Su nombre es Micaela. En este entonces tenía 17 años, yo 19. Es delgada, de piernas largas, cabello rizado y unos labios hermosos, como pico de pajarito que al sonreír se dibujan hoyuelos en su rostro. La ayudé con sus tareas, empezamos a estudiar juntos. Me contaba sus cosas, que vivía sola, por ejemplo, que era de Ica y que sus papás primero la enviaron con sus tíos pero que estos se gastaban la mesada y decidió mudarse a vivir sola previo acuerdo con sus padres que la visitaban cada fin de mes. Yo le conté también que vivía solo, que había sido una decisión difícil,  que dependía de mí al inicio y en cuanto quise estudiar, mi familia me apoyó en el cuarto y alguna que otras cosas, que me dedicaba a estudiar la mayor parte del tiempo y que cuando no lo hacía trabajaba vendiendo muebles. Nos dimos cuenta que nos parecíamos en ciertas cosas: a mí me gustaba leer, ella estudiaría Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos; ella odiaba las matemáticas, a mí me gustaba enseñarle, a ella le gustaba que yo le enseñe; nos gustaba el Arroz con Pollo con Ceviche y bien picante que ceviche sin picante no es ceviche, y reímos juntos cuando lo dijimos al unísono y sin ponernos de acuerdo; nos gustaba caminar juntos, tomados de la mano y sin ser siquiera enamorados, solo amigos.
El sábado me llegó un mensaje que decía:
“Estaba arreglando mis cosas en mi habitación, ya sabes lo desordenada que soy, y de pronto encontré apuntado de tu puño y letra y con tu tonta firma, tu número de teléfono. Quise llamarte pero no sabía si te acordarías de mí. Así que mejor te escribo por acá para que veas quién soy y cómo estoy.”
Yo le contesté:
“Deberías arreglar tu habitación de forma más seguida, a ver si me escribes más seguido.”
Al rato sonó el celular. Era ella. Conversamos, quedamos en vernos ese mismo día, en la tarde. Me desperté por completo, entonces, y fui a la ducha de mi nuevo cuarto en la que acabo de mudarme. Hay agua caliente, inclusive, qué feliz soy. Pensé en alguien más. Me dije: “Si estuviese acá, ahorraríamos agua más felices que nunca, pues yo sé que le gusta bañarse con agua caliente.” Dejé mis extraños pensamientos de lado y después de la ducha, preparé algo para comer. Busqué ropa limpia y salí al encuentro de Micaela. Faltaban pocas horas para ser las 3 y a la distancia que estoy, Callao, para llegar hasta Santa Anita, sería una travesía muy larga.
Llegué, quise llamarla para avisarle que ya estaba en el mall, pero no hizo falta, la vi en el puente de siempre, en la posición de siempre, mirándome venir, como siempre. Caminé sin prisas a su encuentro, y cuando estuve junto a ella, se colgó de mi cuello, y sin decirme palabra alguna me besó, me besó fuerte, como si fuera el último beso del último hombre de las últimas horas de esta última vida en la que estábamos juntos. La tomé por la cintura y la apegué hacia mí, nuestros cuerpos juntos, y la apreté fuerte, un abrazo de oso, y saltó, envolvió mi cintura con sus piernas y nos quedamos así. Te extrañé, me dijo. Sabes a qué vine, contesté. Cállate y vamos, respondió y me besó. Bajamos el puente por las escaleras con ella colgada todavía de mí. No nos importaba que nos miraran. En realidad, nunca nos importó, pues ella una vez me contó, después del amor, su cabeza sobre mi pecho, que sentía como si todo se hiciere niebla alrededor, y que yo, su ángel guardián, la llevaba entre mis brazos por el sendero con mi luz propia, la llevaba a un paraíso distinto a la del cielo, un paraíso en el infierno de nuestros cuerpos. Ella me daba esas ideas para algún día escribirlas. No te olvides dedicarme un libro tuyo cuando te pongas a escribir, me decía.
Al llegar a su cuarto, bajó de mí para abrir la puerta. Estaba limpia y ordenada su habitación, y el oso de peluche que le regalé en su cumpleaños seguía ahí, en su cabecera. Puso en su laptop Algo más, de la Quinta estación. Mírame, dijo. La miré. No me has dicho que me has extrañado, reclamó. ¿Qué te dice esto? Le contesté, y la acerqué a mí y le arranqué la blusa, la tumbé sobre la cama y frotaba mi cuerpo con la de ella. No supe nunca y no sé si algún día lo sabré, cómo me quitó el polo y el pantalón, ella siempre fue rápida. En cambio yo, yo soy detallista, salvo por el impulso de arrancarle la blusa, le quité lentamente el sostén y el pantalón jean, y la dejé solo en ropa interior. Nos besamos más, nos frotamos más, nos mordíamos, me arañaba. No te has olvidado lo que me gusta, ¿verdad? Y claro, no lo hice. Bajé, besaba cada parte de su cuerpo desde el cuello, pasando por sus pronunciados pechos, deteniéndome en lamer en medio de ellos, succionando todo menos lo principal, hay que dejarla deseando, pensaba; hasta que llegué donde tenía que llegar. Puse a un costado la tela, y jugué. Me gusta jugar ahí. Son como cosquillitas, decía ella, cosquillitas ricas. Lo hicimos bien. Lento, rápido. Fuerte, despacio. Sucio, normal. Salvaje, tranquilo. Gozamos…
- Estuve saliendo con un chico hace poco. – dijo Micaela.
- Yo también. – contesté.
- ¡¿Con un chico?! – preguntó alarmada.
- Tonta, con una chica. –
- Ya decía yo, así como eres, no podías pertenecer a ese grupo. –
Bromeamos buen rato contándonos esas cosas de nuestras ex parejas. Yo la escuchaba y a veces le daba mi opinión, mi cruda opinión, pues yo siempre le decía las cosas como las pensaba. “Eso es lo que más me gusta de ti: no eres un huevón más que quiere caer bien.” Decía. Le conté después de la chica con la que salía. Raro, pues nunca a nadie se lo conté de forma tan detallada. Hasta me sorprendió una lágrima fría por la mejilla el cual ella lamió como un gatito y me dijo, José, no seas tonto, yo te quiero. Cenamos después. No compramos comida, ella me lo preparó. Ya aprendí a cocinar, me dijo, espero no te intoxiques. Sería perfecta para mi si tan solo la quisiera de otra forma, pensaba. Lo hicimos otra vez después de comer, sobre el piso. Para que ahora pienses en mí y olvides lo otro, me dijo.
- Gracias por venir, - dijo al despedirse en el paradero – necesitaba conversar y desfogar con alguien, y quién mejor que tú. Me motivas mucho. Somos amigos, no lo olvides. –
- Somos amigos. – afirmé.
Después regresé a casa y ahora estoy escribiéndolo mientras me tomo un delicioso café, me he vuelto un cafeinómano.  Cuando me despedí me dijo: “Ya he leído tu blog, pillín. Soy tu fan.” Reí. No sé cuándo la volveré a ver. Ella dijo que me llamaría. Lo bueno es que ella ya está estudiando Administración de Empresas en la UPC, me alegra. Quedamos en que nos buscaríamos para estudiar juntos e ingresar a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y estudiar los dos Literatura, lo que siempre quisimos desde que llegamos a Lima, desde que descubrimos que los libros son nuestros mejores amigos y que nadie que no sepa de eso no sabrá nunca cómo somos en realidad, unos libros – maníacos. También, si no, para ir juntos a París, a vivir el sueño, los dos.
Micaela, bella como siempre. Al principio, antes de separarnos, le dije cómo sería nuestra relación. Ella se decepcionó a miles, pero disfrutamos bastante en su momento. Ese tiempo no quería nada serio con nadie. Ahora tampoco quiero nada serio con nadie. No quiero enamorarme. No hace bien. Ya no tengo ganas.
- Ya entiendo lo que sentías esa vez, - me dijo al final - pero yo soy un poco diferente: soy a mi manera.
- Ya tienes tus propias ideas, Micaelucha. Eso es bueno, te felicito. - le dije.

Quizá la vea el día de su cumpleaños, cuando cumpla 19.  Micaela, entérate ya, fan mía, que te visitaré el 19 de octubre.

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