UN LOCO ENAMORADO
Era un tipo de esos que sueles ver en las calles, vestido con ropa sucia y con huecos; los cabellos duros, las manos sucias, la cara triste y con la vida desparramada a su suerte. Era un loco de esos que se sientan en las veredas, abrazan sus rodillas y esconden su cabeza dentro de su mundo. Dibujaba con su mente a su alrededor, una cárcel para atrapar su libertad, y pensaba millones de cosas, solo escuchaba sus pensamientos en sus oídos como si estuviera sumergido en el agua.
Normalmente solía tener una tiza en las manos, y como si supiese escribir, se la pasaba el día haciendo rayas pequeñas, una al costado de otra, una debajo de otra. A veces se detenía para pensar, y volvía a hacer sus rayas pequeñas. ¿Estaría escribiendo en un idioma que él inventó? ¿Tal vez cierta cantidad de líneas representaban una letra? Era su mundo, su idioma, sus sueños, sus chistes, sus risas; pues en cada línea, se le veía una emoción distinta. Solía ponerse de pie y caminar por las calles. La gente normal, como era de esperarse, al verlo, lo rodeaban para evitarlo. Él no insistía en sentirse mal, ya no; él quería creer que a su al rededor se formaba una barrera circular, y eso evitaba que se mezclara con su ambiente. La gente normal no entendería, pensaba. Y así, caminaba por las calles, mirando lo que sucedía a su al rededor, viendo niños correr tras sus padres, comiendo helado, cogiendo un globo rojo, sonriendo. Veía parejas tomadas de la mano, besándose efusivos, discutiendo, sonriendo, jugando, siendo felices. Veía viejos en los parques, abuela y abuelo, tomados de la mano, ayudándose a caminar, poniéndole la sombrilla para protegerla del sol, comprándole alguna naranja, sonriéndose el uno al otro, apoyando su cabeza sobre el hombro del abuelo mientras lo escuchaba leerle una historia. Él solo los veía, no sentía nada, no parpadeaba ni movía ningún músculo de su cuerpo, era una estatua que observaba a las personas.
Una tarde del mes de octubre caminaba por las calles que le gustaba caminar cuando se sentía de buen humor. Entonces llegó a una esquina, volteó, y la vio ahí, parada, inmóvil, con los ojos azules abiertos en su máximo esplendor, las manos finas, un vestido azul con encajes de perla, sujetando una cartera, seria, y se enamoró. Por su mente cruzaron muchas ideas, muchos sueños, ilusiones, una vida cargada de utopía; y por primera vez en mucho tiempo, sonrió. Se paró frente al escaparate que los separaba, e inclinándose hacia adelante le dijo, bella dama, es un honor saludarle en esta hermosa tarde. Conversaron, o más bien, conversó él con la bella dama y le contaba y explicaba cosas que solo él entendía, desenvolvía y formulaba nuevos teoremas de amor, y de la nada iba creando versos y poemas cursis. Prometió volver al siguiente día, y se fue con el intento fallido de querer tocarla, y pidió disculpas por su osadía. Volvió a la misma hora, cambiado en cierto modo, más elegante a su estilo. Se mojó el cabello duro e hizo esfuerzos para ponérselo de costado, como si se hubiese peinado; se lavó la cara y las manos, y con papel periódico y bolsas de basura, se parchó los huecos de la ropa; entre sus manos, dos flores de azucenas blancas. La vio a ella, vestida de otra forma, con un vestido blanco; y él creyó que se había cambiado para la ocasión, se sintió feliz. Otra vez conversaron y conversaron, o más bien, él conversó. Le contaba cosas de su vida, inventaba algunas historias para hacerse más interesante, para sorprenderla; y le recitaba los poemas que había inventado la noche anterior. Se las escribía sobre el piso con rayas pequeñas de color blanco, y el dueño de la tienda salía a botarlo, y él corría, asustado, feliz, porque pensaba que mientras más difícil el amor, más fuerte se haría. Al día siguiente, a la misma hora, con latas y palos le trajo serenata, cantó una canción que él mismo compuso y él mismo inventó los pasos lentos de baile de aquel vals de amor. Lo volvieron a botar. Golpeado, volvió al siguiente día, habían policías cuidando el lugar, y creyó ver a su amada buscarlo con la mirada en su vitrina al doblar la esquina, como una novia, como una doncella medieval, pidiéndole, libérame, huyamos a escribir la historia. Y las lágrimas le brotaron por las mejillas, se armó de valor, y como impulsado por una fuerza sobrenatural, se tiró abajo los vidrios del escaparate de una pedrada, la tomó entre sus brazos y corrió, corrió con ella hasta un lugar donde estuvieran solo ellos dos. Todo su cuerpo la sintió temblar en sus brazos; en realidad, él era el que temblaba, pero la creyó nerviosa, y de un beso en la frente, le pidió que se calmara, que no tuviera miedo, que él la protegería, sin demostrarle a su bella dama, que él era el que más tenía miedo.
Aquella noche del mes de octubre, en una casa desolada y sin techo, se echaron juntos a mirar cómo les sonreía la luna, y de pronto una lluvia tierna, en medio de la emoción y el miedo, mojaron sus rostros, confundiendo de golpe las lágrimas de su mejilla. La tomó de la mano y se pusieron de pie; la tomó de la cintura y de la mano, y tarareando, bailaron juntos el vals que le compuso. Y él empezó a hablarle al oído, le habló con emoción de sus futuros, y él creyó verla llorar en silencio. Lloraron juntos. Sintió tener entre sus manos el universo, hicieron de su pasado un verso, se perdieron dentro de un poema.
De pronto, llegaron ellos, los sacaron a empujones de su casa, y lo encerraron con camisas de fuerza dentro de unas paredes blancas. Los doctores no creyeron que el loco estaba loco, sino que estaba enamorado: enamorado de un maniquí. Uno de los doctores, al saber de los poemas del loco, le pidió un consejo, amigo, ¿me recomiendas algún poema para mi esposa? Y él respondió, hay muchos poemas en el mundo...Yo creo que a cada mujer le pertenece todos los poemas que un hombre le pueda dedicar, pero solo hay uno con la que la vas a recordar por siempre: encuentra uno para ella.
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